Discurso Ortega y Gasset sobre el Estatuto de Autonomía Catalán de 1932
Imagen: Ersilias
Señores diputados:
Siento mucho no tener más remedio que hacer un discurso doctrinal, de aquellos precisamente que el señor Companys, en las primeras que pronunció el otro día, se apresuraba a querer extirpar de esta cuestión. Según el señor Companys, a la hora del debate constitucional se hicieron cuantos discursos doctrinales eran menester sobre el problema catalán y sobre su Estatuto, y se hicieron –añadía– porque los parlamentarios catalanes habían tenido buen cuidado de dibujar, de prefijar en el texto constitucional cuantos temas afectan al presente Estatuto. Y yo no pongo en duda que esta intervención de los parlamentarios catalanes fuese un gambito de ajedrez bastante ingenioso, pero no tanto que quedemos para siempre aprisionados dentro de él, hasta el punto de que no podamos hacer hoy, con alguna razón, con buen fundamento, sobre el problema catalán, sobre este enjundioso problema, algún discurso doctrinal.
"Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar"
Porque acontece que el debate constitucional en su realidad no coincide, ni mucho menos, con el recuerdo que ha dejado en la memoria del señor Companys. Tan no coincide, que ni yo, ni creo que ningún otro señor diputado recordará, antes de la intervención del señor Maura, ningún discurso en el cual se tratase a fondo y de frente el problema de las aspiraciones de Cataluña.
Se ha hablado ciertamente, en general, de unitarismo y federalismo, de centralismo y autonomía, de las lenguas regionales; pero sobre el problema catalán, sobre lo que se llama el problema catalán, estoy por decir que yo no he oído un solo discurso, ni siquiera una parte orgánica de un discurso, como no consideremos tales las constantes salidas expectorativas a que nos tiene acostumbrados la bellida barba de don Antonio Royo Villanova.
"La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no acertó a solventar"
Se han hecho discursos sobre el pacto de San Sebastián, que es un tema que no tolera ni mucha doctrina ni muy buena, y que, por otra parte, no pretenderá resumir un problema viejo de demasiados siglos. Por tanto, yo ruego al señor Companys que no vea en esta justificación mía, a que él mismo me ha obligado, que no vea en ella enojo para él ni para sus compañeros; es exactamente la respuesta adecuada a la intención con que, como al desgaire y casi de pasada, obturaba el paso a intervenciones que presumía irremediablemente doctrinales, como la mía.
Porque piensen el señor Companys y los demás señores diputados qué pueden ser mis discursos, si no son doctrinales, representando yo una fuerza política cuantitativamente imperceptible y siendo, por mi persona, hombre de escasísimo arranque. Yo no puedo ofrecer otra cosa a la vida pública de mi país que la moneda divisionaria, menos aún, la calderilla de unas cuantas reflexiones sobre los problemas en ella planteados. Nadie puede pedirme que dé más de lo que tengo; pero nadie tampoco puede estorbarme que contribuya con lo que poseo.
"No sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles"
Porque la República necesita de todas las colaboraciones, las mayores y las ínfimas, porque necesita – queráis o no– hacer las cosas bien, y para eso todos somos pocos. Sobre todo en estos dos enormes asuntos que ahora tenemos delante, la reforma agraria y el Estatuto catalán, es preciso que el Parlamento se resuelva a salir de sí mismo, de ese fatal ensimismamiento en que ha solido vivir hasta ahora, y que ha sido causa de que una gran parte de la opinión le haya retirado la fe y le escatime la esperanza. Es preciso ir a hacer las cosas bien, a reunir todos los esfuerzos.
El político necesita de una imaginación peculiar, el don de representarse en todo instante y con gran exactitud cuál es el estado de las fuerzas que integran la total opinión y percibir con precisión cuál es su resultante, huyendo de confundirla con la opinión de los próximos, de los amigos, de los afines, que, por muchos que sean, son siempre muy pocos en la nación. Sin esa imaginación, sin ese don peculiar, el político está perdido.
Ahí tenemos ahora España, tensa y fija su atención en nosotros. No nos hagamos ilusiones: fija su atención, no fijo su entusiasmo. Por lo mismo, es urgente que este Parlamento aproveche estas dos magnas cuestiones para hacer las cosas ejemplarmente bien, para regenerarse en sí mismo y ante la opinión. Quién no os lo diga así, no es leal. (Muy bien.)
"A defecto de mejores virtudes, sé callar largamente y resistir a las incitaciones que obligan a los hombres, que les fuerzan para que hablen a destiempo"
Y en medio de esta situación de ánimo, vibrando España entera alrededor, encontramos aquí, en el hemiciclo, el problema catalán. Entremos en él sin más y comencemos por lo más inmediato, por lo primero de él con que nos encontramos. Y ¿qué es lo más inmediato, concreto y primero con que topamos del problema catalán? Se dirá que si queremos evitar vaguedades, lo más inmediato y concreto con que nos encontramos del problema catalán es ese proyecto de Estatuto que la Comisión nos presenta y alarga; y de él, el artículo 1º del primer título.
Yo siento discrepar de los que piensan así, que piensan así por no haber caído en la cuenta de que antes de ese primer artículo del primer título hay otra cosa, para mí la más grave de todas, con la que nos encontramos. Esa primera cosa es el propósito, la intención con que nos ha sido presentado este Estatuto, no sólo por parte de los catalanes, sino de otros grupos de los que integran las fuerzas republicanas. A todos os es bien conocido cuál es ese propósito. Lo habéis oído una y otra vez, con persistente reiteración, desde el advenimiento de la República. Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no acertó a solventar».
"Tengo que negarme rotundamente a seguir sin hacer antes una protesta de que se presente en esta forma radical el problema catalán a nuestra Cataluña y a nuestra España, porque estoy convencido de que es ello, por unos y por otros, una ejemplar inconsciencia"
Yo he oído esto muchas veces y otras tantas me he callado, porque a las palabras habían precedido los actos y por muchas otras razones. Aunque me gusta grandemente la conversación, no creo ser hombre pronto ni largo en palabras. A defecto de mejores virtudes, sé callar largamente y resistir a las incitaciones que obligan a los hombres, que les fuerzan para que hablen a destiempo.
Pero ha llegado el minuto preciso en que hay que quebrar ese silencio y responder a lo tantas veces escuchado, que si se trata no más que de una manera de decir, de un mero juego enunciativo, esas expresiones me parecen pura exageración y, por tanto, peligrosas; pero si, como todos presumimos, no se trata de una figura de dicción, de una eutrapelia, que sería francamente intolerable en asunto y sazón tan grave, si se trata en serio de presentar con este Estatuto el problema catalán para que sea resuelto de una vez para siempre, de presentarlo al Parlamento y a través de él al país, adscribiendo a ello los destinos del régimen, ¡ah!, entonces yo no puedo seguir adelante, sino que, frente a este punto previo, frente a este modo de planteamiento radical del problema, yo hinco bien los talones en tierra, y digo: ¡alto!, de la manera más enérgica y más taxativa.
Tengo que negarme rotundamente a seguir sin hacer antes una protesta de que se presente en esta forma radical el problema catalán a nuestra Cataluña y a nuestra España, porque estoy convencido de que es ello, por unos y por otros, una ejemplar inconsciencia. ¿Qué es eso de proponernos conminativamente que resolvamos de una vez para siempre y de raíz un problema, sin parar en las mientes de si ese problema, él por sí mismo, es soluble, soluble en esa forma radical y fulminante? ¿Qué diríamos de quien nos obligase sin remisión a resolver de golpe el problema de la cuadratura del círculo? Sencillamente diríamos que, con otras palabras, nos había invitado al suicidio.
Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles.
(Continua).